viernes, 5 de octubre de 2007

JORGE POLANCO SALINAS

PROFESOR DE FILOSOFÍA, VIVE EN VALPARAÍSO, ES ADMIRADOR DE LIHN

El sol de la tarde ingresa directo por las ventanas del tren. Los aromos recién florecidos cercan el camino desolado, como si fuéramos fantasmas en un país extranjero. Botellas, bolsas, pilas y pastizales crecen al infinito. Las fábricas, de un amarillo macilento, se multiplican vacías al lado de la vía férrea. El sol se derrama desgastado con las horas. Cruzamos un túnel semejante al insomnio. Al salir, Valparaíso es una pintura de pálidos edificios y objetos inútiles apilados a la orilla del mar. Una espantosa ciudad repleta de cirios encendidos en la calle. Su noche es un velorio. Llegamos frente a una plaza, impresionante por sus luces tenues. Seguramente la naturaleza de sus adoquines es estar gastados para que la ciudad parezca más vieja, como extenuada. El pesado sonido del reloj aumenta la modorra de una mar opaco y nebuloso, igual a ese cielo de invierno que pareciera prolongarse sin amanecer. El aburrimiento es tan vasto el domingo como ese profesor en la sala de clases que escapa su vista al patio de tierra, mientras la puerta está abierta y el polvo se impregna a su ropa. El profesor sabe que en la sala vacía extravía su voz. Ciertamente, ya es tarde este domingo, y volvemos a escapar como extranjeros invisibles por los húmedos adoquines que espejean las carcomidas fábricas devoradas por el sol.







Jorge Polanco Salinas